
La cuarentena como medio para la reivindicación de una vida sin recuerdos
Crecí en una casa sin retratos en las paredes, ni fotos, ni álbumes. Las únicas imágenes que adornaban esta morada eran las manualidades que hacía de niña, las pinturas de mi abuelo y las decoraciones para niños del consultorio pediátrico de mi mamá.
Como a las 12 años (quizá antes, posiblemente después) descubrí en el interior del chaise longue médico de mi mamá álbumes fotográficos sepultadas bajo los huesos con los que ella estudiaba en la universidad (es doctora, calma, no asesina), fotos escondidas en fundas, retratos rotos y remendados.
La historia de mi familia primaria (mi historia) había sido enclaustrada, secuestrada como la pequeña Rapunzel en un lugar lejano donde no había ni seña de su existencia. Había sido excluida a lo más profundo de estos compartimientos que albergaban los objetos viejos de la casa, las cosas que ya no servían. En mi hogar se trataba a los recuerdos como un monstruo que debía ser alejado de todos para evitar algún daño.

Años después, muchos, tomé las fotos para un deber sobre mi vida y las guardé en una caja de zapatos que había forrado meticulosamente con papel de regalo color naranja y flores. Guardé las imágenes con cuidado y coloqué la cajita en una repisa alta en mi cuarto, sobre mi cama. Nunca más volverían a estar aisladas entre los objetos rechazados.
De vez en cuando abría la caja y veía a la que había sido mi familia: Mis padres juntos, abrazados, sonriendo; las fotos de su matrimonio. Veía la representación de una vida que ya no existía y de la que yo no tenía memoria, era muy pequeña cuando se separaron.
Después de esas fotos con mi papá no volví a ver a mi mamá tan cerca de otro hombre jamás. Ella se rompió y no supo cómo armarse de nuevo.
No sé cuándo me enteré, pero en algún momento pasó: Mi mamá había guardado todos los recuerdos porque le causaban dolor. Para ella eran los indicios de una familia rota, un matrimonio fracasado, un corazón destrozado. Y las imágenes parecían funcionar como una reprimenda de lo que tuvo y perdió. Las odiaba, lo sé, podía notarlo en su rostro, y en el tono de voz que ponía cuando hablaba de ellas.

En el presente ya no vivo en esa casa donde estaban prohibidas las memorias. En mi nuevo hogar tenemos retratos, fotos de nosotros y de todas las personas que queremos. Aún tengo la caja, se ha transformado en la parte más importante de mi hogar, es mi corazón. La tengo en la entrada, en un lugar donde todo el que llega puede verla y abrirla si así gusta, donde los recuerdos son libres de volver a ser vividos y hablados.
En su interior habitan historias secretas de las personas que no reconozco, pero que sé que son mi familia. Después de que mis padres se separaran no volví a ver a muchas de las caras que salen en las fotos, y nadie me contó sus historias. Sé que pertenecemos al mismo árbol genealógico porque en sus rostros encuentro familiaridad, me veo a mi misma; pero no sé sus nombres, sus dolores, sus vidas. No sé más.
He ido descubriendo la historia de mi familia a empujones, con preguntas cortas a mis padres con la esperanza de entender algo y de entender mis orígenes.
La cuarentena me ha servido como una suerte de re conexión con mis raíces. Gracias al aislamiento mis padres se han puesto más conversadores, me cuentan más cosas sobre la familia, sobre la vida, sobre sus pensamientos que durante mucho tiempo fueran terreno sin explorar. Intuyo que el distanciamiento social ha despertado en nosotros la necesidad de conexión, de contar y de mantener vivos los recuerdos aunque duelan.
Descubrimientos en la cuarentena:
• ¿Por qué es necesaria la memoria histórica? > https://bit.ly/2xltEL3
• La importancia de la Memoria Histórica > https://bit.ly/2Vwb9LB
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