A los 11 años, durante un viaje del colegio, sentí por primera vez la angustia de la falta oxígeno y el desconcierto de no saber cómo detenerlo.
No sé nadar, cada vez que Fran y yo vamos a un complejo con piscina me da tips para empezar a hacerlo.
En los últimos meses me he dado cuenta que mi condición emocional ha ido decayendo: tengo menos pensamientos positivos, me resulta más complicado volver a enfocarme en cosas, proyectos. Los fines de semana no quiero salir de la cama y en las mañanas me demoro más en despertar.
Conozco esta sensación desde hace algún tiempo atrás y no me agrada. Siento como si una bruma negra me rodeara y tomase control de mi mente, mis ganas y mis fuerzas.
Algunos días me rindo ante el letargo y el desgano. Otros, por el contrario, me convierto en una excelente contrincante. Salir de casa suele ser uno de mis golpes más certeros. Cambio de ambiente y mi atención se enfoca en el paisaje, conversaciones, situaciones cotidianas: La vida.
Estos días de feriado estuve bastante tiempo fuera de casa. Cuando era adolescente y vivía en casa de mi madre no me preocupaba por dejar la casa sola, los ladrones, los platos sucios o las plantas que no han sido regadas. Mudarme a vivir sola ha enriquecido mi perspectiva, ahora no dejo de pensar en mi pequeña sábila, mi piso que necesita ser barrido porque Suelto una gran cantidad de pelo, y en la puerta que me aterra que pueda ser forzada y roben mis lápices de colores o cuadernos de dibujo.
Estos días he estado conversando con Fran, y después de releer este post él me sugirió que vuelva a escribir, que cuente las historias que hay en mi cabeza, las cosas que he vivido y las cosas que pienso. Y aquí me ven.
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