La angustia de ver el final.
No sabría cómo describir en qué momento había estallado aquella devastadora batalla. Y tampoco encuentro las palabras para contar cómo terminé con las manos llenas de cemento y roca pulverizada.
Pero empezó más o menos así: Junto al mar, al otro de donde el agua salada tiñe la orilla habían perecido las personas con las que crecí, aquellos a quienes amaba.
El cielo se oscureció de imprevisto, las 20 y tantas personas que formaban parte mi equipo en batalla sabían, al fin después de vivir angustia silenciosa, lo que ocurría: nos estaban matando uno a uno.
Caigo con fuerza sobre mis rodillas y suelto el grito más atroz, angustiante y desesperado que jamás había escuchado alguno de los presentes. Lloro con desparpajo envuelta en una tormenta de emociones. Lloro por mi hermano, por mis primas y por cada uno de mis amigos que aquella gente mató sin remordimiento, dolor ni piedad. Lloro por la impotencia que me embarga. Grito por la rabia que aparece antes de cobrar venganza.
Caen piedras en todos los sentidos. A mi alrededor las persona que había aprendido a querer sangraban, gritaban, morían.
Y yo, lanzaba rocas contra el enemigo con todas las fuerzas de mi cuerpo. Pero era inútil, mi fuerza no era suficiente, las rocas que lanzaban no causaban daño a esos abominables seres que atentaban contra mi gente. Y caían uno tras otro, como caen las hojas de un árbol marchito que se extingue..
Solo caen.
Mis seres amados caen. Mis fuerzas caen. Mi cordura cae.
Pierdo la consciencia.